Un frontón con una pared desquebrajada. Una metáfora de la herida abierta que persiste en el alma y los corazones de muchos vascos. La fisura que partió en dos a numerosas familias. La grieta que se abrió en nuestra sociedad. Esa pared rota, que deja al desnudo nuestros temores, el dolor, la sed de venganza y el peso de nuestra conciencia, se erige frente a nosotros en el escenario de ‘Los otros Gondra’.
Habitualmente, voy al teatro sin leer la sinopsis de lo que voy a ver. Corro mis riesgos, porque los montajes me pueden sorprender para bien, pero también ocurre lo contrario. A veces, porque no sé negarme a aceptar cualquier invitación de prensa; en ocasiones, porque me atrae poderosamente el cartel; de vez en cuando, por el elenco; y, otras, porque voy a ver a algún amigo que se sube a las tablas. Esta última opción fue la que me llevó el miércoles al Teatro Español en Madrid. Tenía que ver a Lander Otaola. No quise que me contara el argumento y tampoco me molesté en leerlo. Lo que viví allí, en la primera fila del patio de butacas, fue un torbellino de emociones.
Borja Ortiz de Gondra ha escrito un texto que se mueve entre el teatro documental y la autoficción. Sin aclararnos si es realidad o fantasía, indaga en la respuesta a un interrogante del que parte todo el libreto: ¿Qué pasó realmente en un frontón vizcaíno entre alguien que podría ser la prima del autor y alguien que tal vez pudiera ser su hermano? 30 años después, intenta averiguar la verdad, pero nadie quiere hablar de aquella época de violencia y odio. Unos piensan que es mejor no remover un pasado que aún duele y otros creen que hay que pasar página sin mirar atrás.
La pared del frontón no es el único elemento físico que se nos muestra roto en la obra. Una cesta, de cesta punta, simboliza el momento en el que la familia Gondra se rompió y dividió en 1940. Las siguientes generaciones no hicieron más que repetir la historia, hasta los años de plomo en los que alguien llegaba a ser capaz de chantajear a un pariente y señalarlo con su nombre en el centro de una diana. Dos trozos de cesta, cada uno en una de las partes de esa familia también partida en dos, para no olvidar, para recordar con odio y rencor.
El panteón familiar contribuye a ese doloroso recuerdo. Impide mirar hacia adelante sin cargar con la losa. Cenizas que deberían haber sido lanzadas al mar, mar adentro, para que se las lleven las olas, y no en la tierra, debajo de un árbol, pudriendo sus raíces. El silencio sepulcral de los cementerios es el mismo que se instala en los personajes. “Ixil, ixilik dago…” como la canción infantil. “Ixil, ixilik dago…” Palabras que, entonadas a modo de nana, como en el teatro lorquiano, se tornan dramáticas y generan una sensación desgarradora. Te oprimen el pecho y te ahogan.
La sociedad vasca ha aprendido a convivir en paz. Pero las brechas, como en la pared del frontón, siguen abiertas. Porque, el silencio, no alivia, no cicatriza. Hablar es necesario. Ya sea a través de una asignatura en los institutos, de las jornadas de reparación en las que participan tanto víctimas como exmiembros de ETA, de la literatura o, como en este caso, el teatro. Porque hablar calma y recordar permite que, en el futuro, no volvamos a repetir los errores del pasado.